viernes, 13 de abril de 2012

Una palabra


Fotograma de la película "The artist"

Aquella mañana era una más de mi vida, no tenía nada de especial, al menos a primera vista.
Me levanté de la cama mientras apagaba el despertador. Miré a mi alrededor sin encontrar nada que realmente me hiciera sonreír. Bajé las largas escaleras que conducían hasta el comedor donde un casi frío desayuno acompañaba a mi mujer, ya fría del todo...
Tras el café y un rápido vistazo al periódico me vestí con el traje de cada día. Mirándome al espejo me era imposible no preguntarme que hacía yo allí, cómo aguantaba viviendo aquello. Pero tenía una respuesta; merecía la pena vivir aquella vida oscura que se encontraba al cruzar el portón de mi mansión, solo por vivir otra vida opuesta, llena de luz y vitalidad. Aquella vida exterior era la que me hacía seguir, respirar y continuar levantándome cada mañana.
Salí de mi hogar, siempre con mi fiel compañero a los pies y me dirigí al teatro del centro.

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Cogí aire, me calmé y con mi mayor sonrisa entré por la puerta trasera a la pequeña sala tras la pantalla. Ya comenzaban a oírse los murmullos del público impaciente. Las luces se fundieron poco a poco acompañando al silencio.
Aquel segundo de silencio me llenaba. Saber que la gente estaba ansiosa por comenzar a oír el traqueteo del proyector, para que comenzara la película ¡Estaban ansiosos por verme a mi!

Las carcajadas de la gente se fueron calmando y el rumor de un fuerte aplauso empezaba a alzar su vuelo como una bandada de palomas agitadas en la más grandiosa actuación de magia. Aquel sonido de aplausos, el sonido de la gloria lo llamaría yo...No pasaba un día sin que pudiera oírlo, era la sangre de mis venas.

Llegó la hora del show. Salí del teatro por la puerta delantera y allí estaba la meta de aquel día, es tramo final.

Como siempre yo saldría y la gente me estaría esperando. Un par de fotografías para el periódico local, diez autógrafos de fans enloquecidos y volvería a mi oscura vida de casa...

Eso era lo que supuestamente ocurriría, pero aquel día fue diferente. Si, me hicieron fotografías para el periódico y firmé autógrafos, pero cuando estaba posando para la última foto apareció ella.

Allí estaba ella conmigo y rodeada de gente. No era como las demás fans, su mirada transmitía una admiración única y había una vitalidad en ella que me hicieron pensar que tendría futuro en el cine si se lo propusiera. Me sonrió contenta y entusiasmada pero no mostró ni un ápice de histeria. Se colocó a mi lado y posó con absoluta normalidad.

Entre todo el estruendo que los periodistas y fans armaban, en aquel amasijo de ruido en el que ni siquiera se podía oír a uno mismo pensar, sonó  una voz clara y esperanzadora que susurraba a mi oído un gracias con aroma a rosas y azúcar.

En aquel momento supe que lo había logrado,había conseguido llegar al corazón de alguien. La fama, las fortunas, los millones de risas que había conseguido sacar no tenían comparación con aquella palabra.

George Valentin.

jueves, 12 de abril de 2012

La maravillosa historia de Clément Sartre.

                                                                       
                                                                              Regatta at Argenteuil de Monet

Desde que obtuvo la pequeña barca los días se habían iluminado y los matices oscuros que inundaban su corazón poco a poco fueron difuminándose en las esquinas y los salientes más claros de su persona.

Clément apagó el despertador de un sordo manotazo.
Suavemente y todavía dormido se incorporó sobre su costado mientras contemplaba el amanecer al otro lado del Sena. Los matices claros de las aguas acariciaban como constantes latidos la vegetación que lamía la orilla. De vez en cuando bandadas de fugitivas de arrendajos colorados recortaban la creciente silueta que se reflejaba, todavía tenue, sobre las tranquilas aguas del río.
Se levantó decidido y con una prisa casi chocante se vistió parcamente y satisfecho. Tras esto, salió a la calle.
A Clément le gustaba pasear cuando el día amanecía y las calles todavía esperaban, llenas de nostalgia de la noche anterior, que los pobladores de aquel pequeño universo particular comenzaran sus labores matutinas, recobrando el calor y la cordura que el trabajo común y suficiente otorgaba.
En 1926 la cantidad de pobladores de la comuna francesa de Argenteuil se había más que triplicado, y la llegada masiva de gentes procedentes de todos los lugares del país hacía que un enriquecimiento cultural comenzara a florecer sumamente rápido en el interior del desgastado pueblo; no obstante, todo aquello no le importaba demasiado, pues sólo encontraba satisfacción en las cálidas y acogedoras bienvenidas que cada mañana el sol le brindaba.
Clément era un buen hombre, pero padecía la tristeza de no contar con las demás personas de su entorno, a pesar de vivir en una comuna. Cada noche se acostaba pronto para poder levantarse temprano al día siguiente y contemplar el río y garbear las calles y recoger todos aquellos diminutos detalles que cada día, cambiantes e innovadores, satisfacían su curiosidad muda.
Sólo de vez en cuando, y muy azarosamente, Clément intercambiaba sencillas palabras con el señor Georges Braque, que acostumbraba a limpiar con intensidad la cochambre que infestaba la portalada de su estudio cuando esta más lo requería, lo cual no ocurría demasiado a menudo.

Quiso el azar que una calurosa noche de septiembre la Luna, juguetona entre los abetos, mostrara en matices pálidos y dorados un pequeña barca reposando sobre los juncos. Cément, cuyo único entretenimiento había sido siempre el deambular en soledad, decidió cautelosamente tomar los remos de aquella embarcación sin ningún fin concreto. De este modo comenzó a deslizarse cada noche en procesión solitaria por las claras aguas del gran río que por momentos hacía que sintiera una fuerza y un calor superior al entretenimiento que las calles vacías le otorgaban.

Pasado cierto tiempo, tanto Clément como su pequeña barca desaparecieron.
El señor Braque, angustiado por la ausencia de aquel muchacho tan regular, organizó un multitudinario despliegue por la zona en el que la mayoría de la población colaboró. Tan sólo encontraron un par de remos carcomidos bajo su cama.

Muy lejos de allí, en algún lugar cercano a la alta Normandía, el frío Mestral henchía una enorme vela y despeinaba los cabellos. Clément Sartre no dejaba de sonreír.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Sol y horizonte




No sé si alguna vez vosotros habéis vivido algo similar a esto. Con esto me refiero a dar un beso en secreto, a escondidas, sin que nadie lo sepa. Nadie sabe que estás haciendo pero seguro que jamás se imaginarían que le estás besando.
Es un beso que nadie más oye, sólo tú y él (o ella). Un beso que los dos recordaréis. Esa atmósfera de secretismo, de disimulo, sentir que no puedes más de la emoción, creer que no existe nada más en ese instante, la atmósfera de un beso prohibido.
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Llegaba puntual, como siempre.

Clarise esperaba cada día en las escaleras del patio trasero del enorme castillo en el que ella y su familia habitaban. Allí esperaba pacientemente hasta que el sol se acercaba al horizonte, pero no se ocultaba tras él, solo lo rozaba. En ese momento un joven cruzaba el jardín con cautela y llegaba hasta las escaleras. Aquel día se miraron con una mirada diferente a la de los días anteriores. Tenía un toque de misterio, de complicidad.

Él, acercándose, extendió su mano sugiriendo que ella la cogiera. Clarise llena de emociones de todo tipo alargó su brazo hasta tocarle suavemente la palma de la mano a aquel joven.
De pronto unos pasos sonaron en las escaleras. Clarise no sabía que hacer, pero tampoco le dio tiempo a pensar en nada por que tan pronto como los oyó él hizo un ágil movimiento y se abalanzó sobre ella con delicadeza. Cortó su respiración, selló sus labios con los suyos. Sus cuerpos se rozaron haciendo que a Clarise le recorriera un escalofrío de pies a cabeza.

Ella podía oír los latidos de ambos corazones, las agitadas respiraciones que los dos tenían. Notaba en sus manos la suave capa que le cubría, una suavidad solo comparable con la de sus labios.

Aquel beso apenas duró segundos pero en él había tanta fuerza que en ellos dejó una huella tan inmensa como la que puede llegar a dejar la más intensa de las guerras.

Los pasos avanzaron

Se miraron intensamente, con una breve mirada que prometía volver a verse. Él salió por el jardín trasero, tal y como había entrado. Clarise observaba como a lo lejos la figura de su joven se desdibujaba entre la densa vegetación del bosque.

Acto seguido el padre de Clarise apareció junto a ella y extrañado preguntó:
-¿Qué haces aquí tu sola mirando a la nada, hija?
Clarise calmada por fuera e hirviendo de la emoción por dentro respondió mientras sonreía:
- Solo miraba como el sol y el horizonte se acariciaban.

domingo, 12 de febrero de 2012

El incidente precipitado.



Desde aquel tercer incidente con la policía, Carlota no había dejado de permanecer observada constantemente por la gran mayoría de los vecinos de las manzanas circundantes a su edificio. Quizás suene exagerado que varios cientos de personas mantuvieran estricta desconfianza e inquebrantable vigilancia ante una persona que no constituía una conocida figura pública sino para una, por aquél entonces, reducida población de las Ramblas, pero los hechos tal cual fueron.
Esta era mujer, de una juventud relativa empobrecida por el consumo constante de vegetales alucinógenos que desde su infancia había cultivado con ayuda de su padre, había heredado este florido jardín en la terraza en el que varios tipos de hortalizas competían por bañarse en los cálidos rayos de sol día tras día, dibujando filigranas imposibles entre las barandillas, inundando la balaustrada en coloridas sombras que daban cobijo a multitud de aves.
El tercer problema que tanto impactó a la población ocurrió en una calurosa semana de septiembre.
Carlota decidió, aburrida, encerrarse en el baño a comer pipas. Los girasoles eran una de las principales plantas herbáceas que crecían en la terraza y la hermana de Carlota adoraba separar las pipas del tallo seco cuando la ocasión era propicia. Por todo esto, Carlota se encerró durante tres días, tres calurosos días, en los que se dedicó a almacenar la mayor cantidad posible de cáscaras de pipas y a su división y administración en dos grandes macetas de recio barro.
Cuando su hambre quedó satisfecha y sus labios estuvieron demasiado secos como para despegarlos, Carlota agarró una de aquellas pesadas macetas y con gran esfuerzo la transportó hasta la terraza. Allí esperó durante unos minutos más hasta que el vendedor de periódicos pasó por debajo, y entonces Carlota aflojó la presión de sus manos y toda la pesada maceta llena de compactas cáscaras de pipas acabó impactando en seco golpe, tras un viaje de seis pisos, en la alopécica cabeza de aquel hombre.
El escándalo se propagó por la ciudad con una rapidez impresionante, y la noticia de la loca de las pipas, que ya anteriormente había arrojado un gato castrado y uno de esas pequeñas y macizas figuras de santos por la ventana, comenzó a crear un amplio alboroto en aquel barrio.
Por ello Carlota se levantaba extrañada cada mañana y, todavía desnuda, miraba por la ventana con gesto distante mientras todas aquellas personas gritaban y gesticulaban en su dirección.
Mientras lo hacía, seguía comiendo pipas, pipas cuyas cáscaras iba almacenando, junto con otros desechos menos ortodoxos, en un gran baúl, dispuesto justo al borde de la terraza.

miércoles, 8 de febrero de 2012

De cuán triste era la vida del pequeño Klaus Solsche.




El pequeño Klaus contaba sólo con cuatro años cuando la primera intervención de la muerte hizo mella en su breve vida.

Las circunstancias que le rodeaban cuando Eberhard murió apestaban a problemas. Mientras su madre se podría atendiendo todas las tareas que aquél mísero hogar requería, su hermano y su padre trabajaban duramente en la fábrica del señor Pickwick. Además, la nieve asolaba duramente Mönchengladbach durante aquella época del año, aunque en el resto del continente la primavera comenzara a destilar frutos y colores, y el Bóreas y las tormentas provocaban terribles destrozos de modo constante en la pequeña casucha de los Solsche.
La situación laboral de los dos varones mayores podía calificarse de explotación. El señor Pickwick les obligaba a trabajar durante largas jornadas en su fábrica de gomas a cambio de salarios mínimos que finalmente resultaban quedar en menos de lo acordado. Pero ninguno de los dos protestaba. Ninguno de los dos sabía de sumas o salarios. Por pura vergüenza, alimentada por la ignorancia, nunca acudían a las reuniones sindicalistas ni se aferraban a la protección que algún otro obrero con mayor popularidad pudiera otorgarles.

Y entonces comenzaron los problemas de salud producidos por la adhesión de alquitrán al aparato respiratorio de Eberhard. Los nocivos vahos que producían los compuestos utilizados en la fábrica día tras día para formar terribles neumáticos le estaban costando la vida.
A muchos obreros conocidos por todos ellos el alquitrán les destrozaba los pulmones, pero no eran capaces de hacerse a la idea de que lo mismo estaba ocurriendo con Eberhard, el propio señor Solsche.

Tras una noche de espasmos violentos y sonidos ahogados e hirientes, Eberhard exhaló su último aliento mientras su mujer le observaba sentada en una recia silla de madera, palideciendo atrozmente. En aquel momento la señora Solsche comprendió que su vida estaba perdida y que la de sus hijos también.
En la otra habitación, Klaus dormía con la tranquilidad que sólo la inocencia infantil puede construir.

Poco a poco el tiempo fue reordenándose y la vida familiar parecía incluso completa. Lo Solsche lograban sobrevivir a base del esfuerzo del primogénito y de las pequeñas limosnas que cada domingo caían en el raído sombrero de la señora Solsche a la entrada de la iglesia.
Más despacio de lo normal, el pequeño Klaus fue creciendo para seguir siendo un minúsculo niño perdido entre los complicados engranajes de la historia.

Con siete años, y una altura excesivamente diminuta para su edad, Klaus observó discutir a su madre y su hermano, protegiéndose de sus miradas tras la maceta en la que un tísico cardo se consumía esclavo de la desesperanza. Últimamente muchos desconocidos habían visitado su casa durante muchas de aquellas frías noches, y eso molestaba a su hermano.
Su madre lloraba e intentaba abrazarle mientras se retorcía en luctuosos gemidos.
Después, su hermano se fue. Y no volvió más.

De nuevo el tiempo se escurría, con asombrosa rapidez, entre sus manos y el frío seguía escarchando su pequeño corazón.
Con el tiempo comprendió porqué su hermano había escapado de casa de aquél modo.
Lo descubrió cuando las autoridades le mostraron un cuerpo sin vida, amoratado y lleno de heridas. La palabra hure había sido grabada en su frente con cortes de poca profundidad.

Entonces Klaus Solsche se fue haciendo más pequeño por momentos.
Y todo se volvió oscuro.
Y ya no sintió dolor.

martes, 7 de febrero de 2012

La habitación del Duque Coleman



El suelo era frío y húmedo, como el ambiente, estaba recubierto por una delgada capa de moho que ascendía por las paredes como una enredadera, se metía por las rendijas de las piedras sellando la habitación de corrientes de aire.
La única decoración de las paredes era un viejo grillete (ya inutilizado) y una diminuta ventana en la que no cabía ni un jarrón.

Por esta ventana se colaban notas musicales de pájaros del campo, sonidos de caballos tirando de carros, y un sinfín  de voces que murmuraban al pasar. Pero lo más importante era que por esta ventana entraba un rayo de luz, no uno cualquiera. A las siete en punto de la tarde entraba una majestuosa luminosidad que daba a parar exactamente al lugar donde el Duque Coleman se tumbaba a reflexionar.

Muchos decían que a este hombre se le había ido la cabeza, que no estaba bien de los sesos, que necesitaba que un médico lo viese. Incluso la señorita Miller, su criada, murmuraba a sus espaldas comentarios acerca del comportamientos del Duque.

Pero a él le daba igual. Todos las tardes, tras un paseo por el jardín subía tranquilamente a aquella habitación  del torreón. Ahí se tumbaba en un gastado colchón a pensar. Poca gente sabía qué hacía el Duque ahí, y los que lo sabían se preguntaban que le tenía tan preocupado al señor.
No sabían lo infeliz que era este hombre. Estaba solo como nadie en la tierra, sin hijos ni mujer, ni tan siquiera hermanos. ¿Quién se acordaría de él al morir? Solo el viejo colchón, el grillete de la pared y la luz de las siete se preguntarían que fue de él.

El comienzo

Muy buenas noches.

Aquí empieza este blog, proyecto de César y mio, Sofía. Creado con la intención de no parar de hacer algo que nos encanta: escribir. Tras una planificación rápida pero exhaustiva hemos llegado a un pacto. Todo esto consiste en una iniciativa de Sofía que se basa en el intercambio de cuadros, imágenes pictóricas concretas, sobre los que desarrollar historias de matices literarios o breves descripciones que cada cuadro nos inspira. 
Estamos esperando sugerencias, podéis mandarnos cuadros para ponernos a prueba.

Ahora una pequeña leyenda. Para que se identifiquen los escritos a simple vista César y yo vamos a utilizar distintas tipografías.

Esperemos que lo disfrutéis tanto como nosotros.