jueves, 12 de abril de 2012

La maravillosa historia de Clément Sartre.

                                                                       
                                                                              Regatta at Argenteuil de Monet

Desde que obtuvo la pequeña barca los días se habían iluminado y los matices oscuros que inundaban su corazón poco a poco fueron difuminándose en las esquinas y los salientes más claros de su persona.

Clément apagó el despertador de un sordo manotazo.
Suavemente y todavía dormido se incorporó sobre su costado mientras contemplaba el amanecer al otro lado del Sena. Los matices claros de las aguas acariciaban como constantes latidos la vegetación que lamía la orilla. De vez en cuando bandadas de fugitivas de arrendajos colorados recortaban la creciente silueta que se reflejaba, todavía tenue, sobre las tranquilas aguas del río.
Se levantó decidido y con una prisa casi chocante se vistió parcamente y satisfecho. Tras esto, salió a la calle.
A Clément le gustaba pasear cuando el día amanecía y las calles todavía esperaban, llenas de nostalgia de la noche anterior, que los pobladores de aquel pequeño universo particular comenzaran sus labores matutinas, recobrando el calor y la cordura que el trabajo común y suficiente otorgaba.
En 1926 la cantidad de pobladores de la comuna francesa de Argenteuil se había más que triplicado, y la llegada masiva de gentes procedentes de todos los lugares del país hacía que un enriquecimiento cultural comenzara a florecer sumamente rápido en el interior del desgastado pueblo; no obstante, todo aquello no le importaba demasiado, pues sólo encontraba satisfacción en las cálidas y acogedoras bienvenidas que cada mañana el sol le brindaba.
Clément era un buen hombre, pero padecía la tristeza de no contar con las demás personas de su entorno, a pesar de vivir en una comuna. Cada noche se acostaba pronto para poder levantarse temprano al día siguiente y contemplar el río y garbear las calles y recoger todos aquellos diminutos detalles que cada día, cambiantes e innovadores, satisfacían su curiosidad muda.
Sólo de vez en cuando, y muy azarosamente, Clément intercambiaba sencillas palabras con el señor Georges Braque, que acostumbraba a limpiar con intensidad la cochambre que infestaba la portalada de su estudio cuando esta más lo requería, lo cual no ocurría demasiado a menudo.

Quiso el azar que una calurosa noche de septiembre la Luna, juguetona entre los abetos, mostrara en matices pálidos y dorados un pequeña barca reposando sobre los juncos. Cément, cuyo único entretenimiento había sido siempre el deambular en soledad, decidió cautelosamente tomar los remos de aquella embarcación sin ningún fin concreto. De este modo comenzó a deslizarse cada noche en procesión solitaria por las claras aguas del gran río que por momentos hacía que sintiera una fuerza y un calor superior al entretenimiento que las calles vacías le otorgaban.

Pasado cierto tiempo, tanto Clément como su pequeña barca desaparecieron.
El señor Braque, angustiado por la ausencia de aquel muchacho tan regular, organizó un multitudinario despliegue por la zona en el que la mayoría de la población colaboró. Tan sólo encontraron un par de remos carcomidos bajo su cama.

Muy lejos de allí, en algún lugar cercano a la alta Normandía, el frío Mestral henchía una enorme vela y despeinaba los cabellos. Clément Sartre no dejaba de sonreír.

2 comentarios:

  1. Mmmm... me gusta. Me ha transmitido ternura, un poco de tristeza, nostalgia... y el final me ha encantado, jajaja.

    ¡Sigue así, me gusta leerte!

    Un beso.

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  2. Sería bueno que continuarais con este proyecto, a mí me encantaban estos posts.

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