Regatta at Argenteuil de Monet
Desde que obtuvo la pequeña barca los días se habían iluminado y los matices oscuros que inundaban su corazón poco a poco fueron difuminándose en las esquinas y los salientes más claros de su persona.
Clément apagó el despertador de un sordo manotazo.
Suavemente y todavía dormido se incorporó sobre su costado mientras
contemplaba el amanecer al otro lado del Sena. Los matices claros de
las aguas acariciaban como constantes latidos la vegetación que
lamía la orilla. De vez en cuando bandadas de fugitivas de
arrendajos colorados recortaban la creciente silueta que se
reflejaba, todavía tenue, sobre las tranquilas aguas del río.
Se levantó decidido y con una prisa casi chocante se vistió
parcamente y satisfecho. Tras esto, salió a la calle.
A Clément le gustaba pasear cuando el día amanecía y las calles
todavía esperaban, llenas de nostalgia de la noche anterior, que los
pobladores de aquel pequeño universo particular comenzaran sus
labores matutinas, recobrando el calor y la cordura que el trabajo
común y suficiente otorgaba.
En 1926 la cantidad de pobladores de la comuna francesa de Argenteuil
se había más que triplicado, y la llegada masiva de gentes
procedentes de todos los lugares del país hacía que un
enriquecimiento cultural comenzara a florecer sumamente rápido en el
interior del desgastado pueblo; no obstante, todo aquello no le
importaba demasiado, pues sólo encontraba satisfacción en las
cálidas y acogedoras bienvenidas que cada mañana el sol le
brindaba.
Clément era un buen hombre, pero padecía la tristeza de no contar
con las demás personas de su entorno, a pesar de vivir en una
comuna. Cada noche se acostaba pronto para poder levantarse temprano
al día siguiente y contemplar el río y garbear las calles y recoger
todos aquellos diminutos detalles que cada día, cambiantes e
innovadores, satisfacían su curiosidad muda.
Sólo de vez en cuando, y muy azarosamente, Clément intercambiaba
sencillas palabras con el señor Georges Braque, que acostumbraba a
limpiar con intensidad la cochambre que infestaba la portalada de su
estudio cuando esta más lo requería, lo cual no ocurría demasiado
a menudo.
Quiso el azar que una calurosa noche de septiembre la Luna, juguetona
entre los abetos, mostrara en matices pálidos y dorados un pequeña
barca reposando sobre los juncos. Cément, cuyo único
entretenimiento había sido siempre el deambular en soledad, decidió
cautelosamente tomar los remos de aquella embarcación sin ningún
fin concreto. De este modo comenzó a deslizarse cada noche en
procesión solitaria por las claras aguas del gran río que por
momentos hacía que sintiera una fuerza y un calor superior al
entretenimiento que las calles vacías le otorgaban.
Pasado cierto tiempo, tanto Clément como su pequeña barca
desaparecieron.
El señor Braque, angustiado por la ausencia de aquel muchacho tan
regular, organizó un multitudinario despliegue por la zona en el que
la mayoría de la población colaboró. Tan sólo encontraron un par
de remos carcomidos bajo su cama.
Muy lejos de allí, en algún lugar cercano a la alta Normandía, el
frío Mestral henchía una enorme vela y despeinaba los cabellos.
Clément Sartre no dejaba de sonreír.
Mmmm... me gusta. Me ha transmitido ternura, un poco de tristeza, nostalgia... y el final me ha encantado, jajaja.
ResponderEliminar¡Sigue así, me gusta leerte!
Un beso.
Sería bueno que continuarais con este proyecto, a mí me encantaban estos posts.
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