miércoles, 8 de febrero de 2012

De cuán triste era la vida del pequeño Klaus Solsche.




El pequeño Klaus contaba sólo con cuatro años cuando la primera intervención de la muerte hizo mella en su breve vida.

Las circunstancias que le rodeaban cuando Eberhard murió apestaban a problemas. Mientras su madre se podría atendiendo todas las tareas que aquél mísero hogar requería, su hermano y su padre trabajaban duramente en la fábrica del señor Pickwick. Además, la nieve asolaba duramente Mönchengladbach durante aquella época del año, aunque en el resto del continente la primavera comenzara a destilar frutos y colores, y el Bóreas y las tormentas provocaban terribles destrozos de modo constante en la pequeña casucha de los Solsche.
La situación laboral de los dos varones mayores podía calificarse de explotación. El señor Pickwick les obligaba a trabajar durante largas jornadas en su fábrica de gomas a cambio de salarios mínimos que finalmente resultaban quedar en menos de lo acordado. Pero ninguno de los dos protestaba. Ninguno de los dos sabía de sumas o salarios. Por pura vergüenza, alimentada por la ignorancia, nunca acudían a las reuniones sindicalistas ni se aferraban a la protección que algún otro obrero con mayor popularidad pudiera otorgarles.

Y entonces comenzaron los problemas de salud producidos por la adhesión de alquitrán al aparato respiratorio de Eberhard. Los nocivos vahos que producían los compuestos utilizados en la fábrica día tras día para formar terribles neumáticos le estaban costando la vida.
A muchos obreros conocidos por todos ellos el alquitrán les destrozaba los pulmones, pero no eran capaces de hacerse a la idea de que lo mismo estaba ocurriendo con Eberhard, el propio señor Solsche.

Tras una noche de espasmos violentos y sonidos ahogados e hirientes, Eberhard exhaló su último aliento mientras su mujer le observaba sentada en una recia silla de madera, palideciendo atrozmente. En aquel momento la señora Solsche comprendió que su vida estaba perdida y que la de sus hijos también.
En la otra habitación, Klaus dormía con la tranquilidad que sólo la inocencia infantil puede construir.

Poco a poco el tiempo fue reordenándose y la vida familiar parecía incluso completa. Lo Solsche lograban sobrevivir a base del esfuerzo del primogénito y de las pequeñas limosnas que cada domingo caían en el raído sombrero de la señora Solsche a la entrada de la iglesia.
Más despacio de lo normal, el pequeño Klaus fue creciendo para seguir siendo un minúsculo niño perdido entre los complicados engranajes de la historia.

Con siete años, y una altura excesivamente diminuta para su edad, Klaus observó discutir a su madre y su hermano, protegiéndose de sus miradas tras la maceta en la que un tísico cardo se consumía esclavo de la desesperanza. Últimamente muchos desconocidos habían visitado su casa durante muchas de aquellas frías noches, y eso molestaba a su hermano.
Su madre lloraba e intentaba abrazarle mientras se retorcía en luctuosos gemidos.
Después, su hermano se fue. Y no volvió más.

De nuevo el tiempo se escurría, con asombrosa rapidez, entre sus manos y el frío seguía escarchando su pequeño corazón.
Con el tiempo comprendió porqué su hermano había escapado de casa de aquél modo.
Lo descubrió cuando las autoridades le mostraron un cuerpo sin vida, amoratado y lleno de heridas. La palabra hure había sido grabada en su frente con cortes de poca profundidad.

Entonces Klaus Solsche se fue haciendo más pequeño por momentos.
Y todo se volvió oscuro.
Y ya no sintió dolor.

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