El pequeño Klaus contaba sólo con cuatro años cuando la primera intervención de la muerte hizo mella en su breve vida.
Las
circunstancias que le rodeaban cuando Eberhard murió
apestaban a problemas. Mientras su madre se podría atendiendo todas
las tareas que aquél mísero hogar requería, su hermano y su padre
trabajaban duramente en la fábrica del señor Pickwick. Además, la
nieve asolaba duramente Mönchengladbach durante
aquella época del año, aunque en el resto del continente la
primavera comenzara a destilar frutos y colores, y el Bóreas y las
tormentas provocaban terribles destrozos de modo constante en la
pequeña casucha de los Solsche.
La
situación laboral de los dos varones mayores podía calificarse de
explotación. El señor Pickwick les obligaba a trabajar durante
largas jornadas en su fábrica de gomas a cambio de salarios mínimos
que finalmente resultaban quedar en menos de lo acordado. Pero
ninguno de los dos protestaba. Ninguno de los dos sabía de sumas o
salarios. Por pura vergüenza, alimentada por la ignorancia, nunca
acudían a las reuniones sindicalistas ni se aferraban a la
protección que algún otro obrero con mayor popularidad pudiera
otorgarles.
Y
entonces comenzaron los problemas de salud producidos por la adhesión
de alquitrán al aparato respiratorio de Eberhard. Los nocivos vahos
que producían los compuestos utilizados en la fábrica día tras día
para formar terribles neumáticos le estaban costando la vida.
A
muchos obreros conocidos por todos ellos el alquitrán les destrozaba
los pulmones, pero no eran capaces de hacerse a la idea de que lo
mismo estaba ocurriendo con Eberhard,
el propio señor Solsche.
Tras
una noche de espasmos violentos y sonidos ahogados e hirientes, Eberhard exhaló
su último aliento mientras su mujer le observaba sentada en una
recia silla de madera, palideciendo atrozmente. En aquel momento la
señora Solsche comprendió que su vida estaba perdida y que la de
sus hijos también.
En
la otra habitación, Klaus dormía con la tranquilidad que sólo la
inocencia infantil puede construir.
Poco
a poco el tiempo fue reordenándose y la vida familiar parecía
incluso completa. Lo Solsche lograban sobrevivir a base del esfuerzo
del primogénito y de las pequeñas limosnas que cada domingo caían
en el raído sombrero de la señora Solsche a la entrada de la
iglesia.
Más
despacio de lo normal, el pequeño Klaus fue creciendo para seguir
siendo un minúsculo niño perdido entre los complicados engranajes
de la historia.
Con
siete años, y una altura excesivamente diminuta para su edad, Klaus
observó discutir a su madre y su hermano, protegiéndose de sus
miradas tras la maceta en la que un tísico cardo se consumía
esclavo de la desesperanza. Últimamente muchos desconocidos habían
visitado su casa durante muchas de aquellas frías noches, y eso
molestaba a su hermano.
Su
madre lloraba e intentaba abrazarle mientras se retorcía en
luctuosos gemidos.
Después,
su hermano se fue. Y no volvió más.
De
nuevo el tiempo se escurría, con asombrosa rapidez, entre sus manos
y el frío seguía escarchando su pequeño corazón.
Con
el tiempo comprendió porqué su hermano había escapado de casa de
aquél modo.
Lo
descubrió cuando las autoridades le mostraron un cuerpo sin vida,
amoratado y lleno de heridas. La palabra hure había sido
grabada en su frente con cortes de poca profundidad.
Entonces
Klaus Solsche se fue haciendo más pequeño por momentos.
Y
todo se volvió oscuro.
Y
ya no sintió dolor.
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ResponderEliminar"una altura excesivamente diminuta" Maravilloso.
ResponderEliminar¡Gracias Eduardo!
Eliminar¡Gracias Eduardo!
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