Desde aquel tercer incidente con la
policía, Carlota no había dejado de permanecer observada
constantemente por la gran mayoría de los vecinos de las manzanas
circundantes a su edificio. Quizás suene exagerado que varios
cientos de personas mantuvieran estricta desconfianza e
inquebrantable vigilancia ante una persona que no constituía una
conocida figura pública sino para una, por aquél entonces, reducida población de las
Ramblas, pero los hechos tal cual fueron.
Esta era mujer, de una juventud relativa empobrecida por el consumo constante de vegetales
alucinógenos que desde su infancia había cultivado con ayuda de su
padre, había heredado este florido jardín en la terraza en el que varios tipos de
hortalizas competían por bañarse en los cálidos rayos de sol día
tras día, dibujando filigranas imposibles entre las barandillas,
inundando la balaustrada en coloridas sombras que daban cobijo a
multitud de aves.
El tercer problema que tanto impactó a
la población ocurrió en una calurosa semana de septiembre.
Carlota decidió, aburrida, encerrarse
en el baño a comer pipas. Los girasoles eran una de las principales
plantas herbáceas que crecían en la terraza y la hermana de Carlota
adoraba separar las pipas del tallo seco cuando la ocasión era
propicia. Por todo esto, Carlota se encerró durante tres días, tres
calurosos días, en los que se dedicó a almacenar la mayor cantidad
posible de cáscaras de pipas y a su división y administración en
dos grandes macetas de recio barro.
Cuando su hambre quedó satisfecha y
sus labios estuvieron demasiado secos como para despegarlos, Carlota
agarró una de aquellas pesadas macetas y con gran esfuerzo la
transportó hasta la terraza. Allí esperó durante unos minutos más
hasta que el vendedor de periódicos pasó por debajo, y entonces
Carlota aflojó la presión de sus manos y toda la pesada maceta
llena de compactas cáscaras de pipas acabó impactando en seco
golpe, tras un viaje de seis pisos, en la alopécica cabeza de aquel
hombre.
El escándalo se propagó por la ciudad
con una rapidez impresionante, y la noticia de la loca de las pipas,
que ya anteriormente había arrojado un gato castrado y uno de esas
pequeñas y macizas figuras de santos por la ventana, comenzó a
crear un amplio alboroto en aquel barrio.
Por ello Carlota se levantaba extrañada
cada mañana y, todavía desnuda, miraba por la ventana con gesto
distante mientras todas aquellas personas gritaban y gesticulaban en
su dirección.
Mientras lo hacía, seguía comiendo
pipas, pipas cuyas cáscaras iba almacenando, junto con otros
desechos menos ortodoxos, en un gran baúl, dispuesto justo al borde
de la terraza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario